viernes, 16 de julio de 2010

Cuento 3: donde se narra la historia de lo peligroso que es para un chancho comer margaritas

- A partir de que pude hablar -comenzó a relatar el chancho- el granjero vegetariano, además de ser mi madre y mi padre, también fue mi amigo. Y ambos teníamos un enemigo común: su mujer, que se había vuelto silenciosa, seria y retraída. Ahora si se podría afirmar que realmente eramos una familia perfecta. Sin embargo, el granjero vegetariano desconfiaba de su esposa:
- Algo se trae. -me decía siempre en secreto.
Cada tanto la mujer tenia un gesto condescendiente hacia mí, aunque nunca me acariciaba ni me hablaba. A veces me servía maíz en un plato y otras veces, cuando pelaba papas o naranjas, tiraba las cascaras en el piso para que yo las comiese. Su marido me miraba en silencio aparentando indiferencia.
- No te confíes demasiado. -me decía cuando estábamos nuevamente solos. Seguramente él la conocía mas que yo, que era demasiado joven e ingenuo y no tenia su experiencia. Como siempre sucede, mas temprano que tarde, lamentaría no haberle dado la jerarquía que merecían los consejos oportunos y coincidentes de un padre, una madre y un amigo.
La cuestión fue que un día la mujer regreso del campo con una gran bolsa negra de polietileno. En silencio, la vimos entrar a la casa. Continuamos cumpliendo con nuestras responsabilidades: el granjero vegetariano siguió regando los zapallos y yo seguí mirándolo regar los zapallos, ambos sin decir nada, a pesar de que no era común que la mujer fuera al campo ni entrara a la cocina con una bolsa. Esa noche, en la que me encontraba como siempre durmiendo en la cama a los pies del granjero vegetariano, escuche ruidos extraños en la cocina. Supuse que era la mujer, pero no reconocía los ruidos ni los olores. Curioso, pero también temiendo por la seguridad de mi familia, salte de la cama y me acerque a espiar. La mujer estaba sentada a la mesa con la gran bolsa a su lado, de la que sacaba margaritas que iba despojando de sus pétalos uno a uno, tirándolos al piso. Como todo eso me parecía un desperdicio, me acerque para comer rápidamente los blancos pétalos.
- ¿Te gustan? -me dijo por primera vez en nuestras vidas la pérfida mujer- Pero lo mejor son los centros, mucho mas dulces y carnosos. ¿Sabias que es de donde sacan miel las abejas?
Yo no le conteste y seguí comiendo del piso los pétalos hasta que no quedo ninguno. Entonces ella empezó a guardar los centros amarillos en la gran bolsa y salió de la casa llevándolos hacia la oscuridad. En ese momento no supe que hacer, si despertar al granjero vegetariano para avisarle sobre la extraña acción de su mujer, o seguirla para ver que hacia con la bolsa. Como siempre me habían resultado extrañas todas las actitudes de esa mujer, decidí que no era necesario despertar a su marido por algo que supondríamos normalmente anormal, y salí por la puerta que había quedado abierta en búsqueda de los restos de margaritas. En la noche, no la distinguía por ningún lado, no veía su silueta ni su sombra. Rodee la casa y, apenas levante el hocico intentando que algún olor denunciara hacia donde se había ido, un bozal cayó sobre mi boca, impidiéndome gritar. Comencé a mover violentamente la cabeza intentando zafarme de esa molestia, pero era inútil. Intente correr, pero inmediatamente un collar rodeo mi cuello para arrastrarme alejándome de la casa. Toda mi fuerza y mi resistencia fueron infructuosas, la correa inexorablemente me arrastraba lejos de la casa y lo único que se escuchaba eran los ronquidos del granjero vegetariano, cada vez mas lejos.
Sabiéndome impotente en manos de la mujer, ya sin fuerzas para resistirme pero temiendo por mi destino, caminé en la dirección que la correa me exigía, esperando que la mano que me llevaba se confiara por un solo segundo para así intentar zafarme con un sorpresivo y violento tirón. Pero antes de que llegara ese momento, la mujer ató la correa, me tomo en brazos y me subió a la caja del rastrojero, el lugar reservado para los zapallos y las verduras. Recién me dí cuenta que había sido arrastrado por el camino hacia la ciudad y que el rastrojero estaba escondido lejos de la casa, cuando la mujer lo puso en marcha.
Llegamos a la ciudad antes del amanecer y la mujer se estacionó frente a la puerta de la carnicería. Atado, amordazado, veía que mi final era inminente, cuando apareció un hombrecito gordo vestido con frac y galera para hablar con la mujer. La mujer lo saludo dándole la mano y ambos se acercaron a mí.
- Mira chancho, tenés dos opciones: o me mostrás que podes hablar y te venís conmigo, o tu dueña te vende al carnicero. -me dijo el hombrecito gordo sacándome el bozal.
- ¡No quiero morir! -grite con todas mis fuerzas apenas pude hacerlo, intentando zafarme de la correa- ¡Soy demasiado joven para morir!
- Bueno, esta bien. -le dijo el gordito a la esposa del granjero vegetariano entregándole un montoncito de billetes doblados- ¡me lo llevó!. La mujer comenzó a contar el dinero mientras el hombrecito desataba la correa del rastrojero y me bajaba hasta la vereda diciéndome:
- No vas a morir, vas a vivir como un príncipe. Deja de gritar.
- Esta todo. -dijo la mujer guardándose el dinero.
- ¡Por supuesto! -le ratificó el gordito saludándola con un gesto y separando levemente la galera de su cabeza. La mujer se sentó al volante del rastrojero, encendió el motor y partió sin decir otra palabra. Yo veía como con ella se iba todo lo que conocía hasta entonces y creo que el hombrecito tubo la gentileza de esperar hasta que la mujer se perdiera de vista para comenzar a caminar conmigo, llevándome de la correa. Caminaba a su lado con la cabeza gacha, mirando las rayitas de las baldosas, tan triste, tan desconsolado, que no podía decir una palabra.
- ¿Y a donde lo llevaba? -preguntó con cierta preocupación la bella niña al chancho.
- Esa, -respondió el chancho- el es la historia de como se puede tener mejor vida siendo un chancho huérfano que integrando una familia perfecta.

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